Ayer leía con un estremecimiento la historia que contaba Carla Guimarães en El País, titulada «La vida de los otros». En ella, la articulista nos contaba su experiencia en la división de traductores de la Policía Nacional, en el que personas de distintas nacionalidades se dedicaban a traducir al castellano las escuchas de distintos delincuentes.
La articulista nos hacía el paralelismo con la película «La vida de los otros» en la que nos contaban la vida de un espía alemán encargado de vigilar a un novelista para saber si tenía alguna actividad pro capitalista en la Alemania Soviética. Este espía vivía la vida de su espiado escuchando todas las conversaciones que se desarrollaban en su piso y en esta actividad ocupaba la mayor parte de su día.
Las traductoras de la Policía también pasan la mayor parte de su jornada escuchando las conversaciones sórdidas que tienen los sospechosos, y en el artículo cuentan cómo cada una vive a su manera la tarea diaria que tienen asignada. Este trabajo también es de espionaje y por lo tanto tienen prohibido contarle a la gente a qué se dedican. Eso sí, del glamur que nos prometieron las películas nada de nada.